José Luis Cuevas
Dionicio Morales
Dentro del panorama de las artes plásticas en México en el siglo XX, el nombre y la obra de José Luis Cuevas figuran en un lugar de honor en el terreno del dibujo, de la plástica, de la escultura, y también de la literatura, ya que son famosos sus diarios y comentarios acerca de los personajes y de las disciplinas que han tenido que ver con su vida y su obra, como el libro El gato macho, no sólo por la aportación indiscutible al arte de nuestro tiempo –y del que vendrá- sino también por la manera escandalosa y sabia en que irrumpe ya profesionalmente –no se nos olvide que empezó a dibujar de forma extraordinaria desde los primeros años de su infancia- en el medio artístico en la década de los años cincuenta. ¿Escandalosa y sabia? Sí, porque su juventud, su vocación , su talento, transgresores de un cierto orden pictórico establecido hasta esos días por lo que todos conocemos como la Escuela Mexicana de Pintura, célebre en la primera mitad del siglo XX, se impusieron pausadamente en medio de una desconcertante actitud para muchos retadora/negadora frente a los artistas ya reconocidos en todo el mundo: Diego Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros.
Se dice fácil, pero José Luis Cuevas , con la reciedumbre de un consagrado, destruyó la cortina de nopal, primero él sólo y después con la colaboración de sus compañeros de generación, que impedía la visión de un “arte otro” nacido de una necesidad expresiva contemporánea que dirigiera la mirada hacia otras partes y escuelas y pintores del mundo, es decir que rompiera las extraordinarias cadenas de sus antecesores –No hay más ruta que la nuestra, dijeron– para llegar a otros caminos, con otros aires libertarios, con espacios nuevos a una modernidad que se imponía en los grandes centros artísticos, en los museos, en los marketings, del universo: París, Londres, Roma, Nueva York. José Luis Cuevas desde varias trincheras luchó por abolir la famosa frase mexicanista y sus consecuencias; llegó a calificar esta actitud de retrógrada y en ese momento álgido publica su famoso manifiesto en 1956, La cortina de nopal, que no dejaba ver a los artistas mexicanos lo que se gestaba en otras partes del mundo. Los ataques, en todos sentidos, no se hicieron esperar y Cuevas supo defender con enjundia y estoicismo sus puntos de vista al respecto. De este descontento nace el movimiento abstracto que hasta nuestros días se conoce como “Generación de la ruptura”, de la que él es un distinguido representante.
¿En dónde radica la trascendencia de la obra de José Luis Cuevas? Sería muy largo enumerar las virtudes de una obra de esta naturaleza. Pero digamos que radica, antes que nada, en su originalidad y maestría, si es que en estas dos palabras puede encerrarse, aunque sea momentáneamente, el verdadero sentido catártico e hipnótico que nos produce la creación de este artista moderno y a la vez clásico. Es cierto que el mundo de Cuevas, por lo general, no es agradable –no tiene por qué serlo- a las miradas frívolas, puritanas y lisonjeras, dulces y amables, o a las conciencias buenas y prevaricadoras que acostumbran regodearse en una falsa moral, no; el aparente infierno de nuestro artista es el pan nuestro de cada día, así que sus temas y tratamientos no son, en un sentido estricto, un reflejo hablado de su personalidad, sino de la nuestra, de los que estamos ocultos al otro lado del espejo, es decir en el fondo de la vida misma.
Nacido en el callejón El Triunfo, del barrio San Miguel, en el viejo Centro Histórico de la Ciudad de México en 1931, donde muy niño aprendió a registrar en su memoria, con la curiosidad propia de quien descubre personajes y situaciones desconocidas que con el tiempo se convertirán en líneas, trazos, manchas, rostros, cuerpos, dibujos, escenas, figuras, cuadros, parte importante de la vida de los marginados, de los olvidados, de los dejados de la mano de Dios, de los desamparados, de los enfermos, de los viciosos, de las prostitutas, de los pobres que iban y venían en el largo peregrinar de las calles y de los sitios cercanos a su domicilio con su vida maltrecha a sus espaldas, lo que equivale a decir en su alma, pero siempre, aunque en apariencia tristemente desolador, por qué no decirlo, con un dejo de tristeza y de conmiseración para con los desheredados.
Ahí, en el mero Cuadrante de la Soledad, estas miradas receptoras de visiones y de personajes desconocidos, lo acercaban a la cruda realidad y al sueño al mismo tiempo sin que sus sospechas infantiles descubrieran a estas alturas de su vida, que estas circunstancias, estos conceptos –sin él saberlo, todavía-, desempeñarían un papel muy importante en la proyección de su obra, ya sea en el deslumbrante manejo del dibujo, en la extraordinaria proeza de su gráfica, o en el original planteamiento de sus hermosas esculturas.
En esta muestra se presenta una vasta colección de las obras de José Luis Cuevas en las que tenemos la oportunidad de admirar sus trabajos en las que están representadas digna y hermosamente las concepciones creadoras de su autor realizadas en las tres disciplinas a las que se ha abocado, y entre las cuales existe una extraordinaria correspondencia temática, emocional, ética, estética, poética, que reflejan a la primera mirada del espectador el universo existencial anímico, conceptual de este artista, de este maestro, que desde sus inicios consiguió, por méritos propios, la celebridad, poniendo el nombre de México por todo lo alto en las galerías y museos del orbe, y al que el New York Times, uno de los diarios más reconocidos calificó como uno de los grandes dibujantes del mundo.
El arte de José Luis Cuevas, es cierto, se ha nutrido no sólo de aquellos personajes y situaciones que observó en su infancia –infancia es destino, dicen- sino que con los años se fue acrecentando a través de las lecturas de las obras de los escritores que llegaron a convertirse en sus predilectos: Sade, Borges, Dostowieski, Kafka, Quevedo, Arreola, entre otros, y de su visión y revisión personal del mundo que lo rodeó. También supo desangrar, exhibir, criticar, a los personajes del fasto, a la burguesía, a los políticos, a los potentados, a los hombres que sin saberlo están rotos por dentro, como en las obras de Tenesse Williams, Anaís Nin, Henry Miller, D. H. Lawrence, sin olvidar a los de la otra esquina: Máximo Gorki, Víctor Hugo, José Revueltas, Gabriel García Márquez y Honoré de Balzac, en una especie de la gran comedia humana.
Existen veedores que se quedan con la impresión –equivocada- de que en la obra de Cuevas, trátese de escultura, dibujo, gráfica, sólo pervive el mundo de la canalla; y si bien es cierto que existe un gusto, un regodeo, una preocupación por plasmar en sus trabajos de tantos años las atrocidades del mundo que podríamos calificar de exterior, también se debe reconocer su copiosa manifestación estética interior por otras cosas simples y complejas de lo que viene siendo la vida.
En la obra de José Luis Cuevas siempre resalta en un primer plano el verdadero rostro de los sentidos que, con maestría, con el verdadero conocimiento de la razón y la sinrazón de los individuos, hombres y mujeres, sospechamos o adivinamos en todo su esplendor, aunque sea para desnudar descarnadamente el yo interior que sólo aflora en la sabia expresión de un artista, como Cuevas, de grandes alcances, y que deja en el espectador, en nosotros, un aliento desconocido que nos sacude y aletarga la mirada para que, en complicidad, nos marchemos siendo mejores por dentro.
En la obra de José Luis Cuevas existe, erotismo, barbarie, sensualidad, humor, carnalidad, dolor, amor, insomnios, tristeza, diversión, sueños, pesadillas… y todo lo que nuestra inconsciencia trate de desmemoriar por todo lo vivido, pero se impone siempre la belleza de la crueldad al hacernos reconocer la fealdad del mundo a través de su arte, de su ética, de su estética, de su poesía.